sábado, 5 de septiembre de 2009
"Los misterios" . Relato
Algunas veces cuando voy a trabajar me detengo en un elegante y oscuro café decorado a la manera antigua. En cada una de sus mesas tiene una vela que impregna todo el local de una luz mística adorable. Luz ideal para parejas de enamorados que buscan devorarse a bocados en un rincón oscuro, luz letal para el solitario que añora a su amada con el corazón en un puño. En la barra de ese bar me detengo a pensar al aroma de un café, a recrearme en el desamor y la pena que me invade con dolor y a reparar, en fin, en las cosas misteriosas que tiene la vida. Cuando hablo de algo misterioso me refiero a algo inexplicable, mágico. Me refiero a una mujer bebiendo un trago de Coca-cola y, un instante después, las burbujas se alojan en su mirada. Me refiero a la luz de la pupila enamorada, a la sensación de miedo cuando todavía no ha pasado nada, a los asuntos de la metafísica y al mundo del alma, a la pasión olvidada.
Bien podría hablar del misterio que encierra el fuego de la llama temblorosa de una vela que se recrea en una dulce danza atrayente y sinuosa, que consume todo lo que sobre ella se posa, que dibuja mirada enamorada en unas pupilas que realmente no sienten nada. La luz de una vela es así de engañosa y misteriosa, deja a cualquier persona embobada. Es luz tamizada que a su vez tamiza la estancia y lo entristece todo para el bebedor solitario de la barra de un bar. Pero no voy a hablar del fuego ni de las velas, ni del humo que dejan su recuerdo. Voy a hablar de otro fuego, más fátuo, y de otro humo, ese que no se ve y se encierra en el corazón.
Para hablar de cosas inexplicables y misteriosas hablaré una vez más de mi amiga la luna. La luna, ya estando llena ya siendo un fino hilo de luz muriente, encierra un gran misterio para mi que hoy quiero revelaros. Voy a intentar explicarlo de la forma más sencilla posible para que comprendáis que mi cuento no es fruto de mi imaginación enamorada ni de la ilusión óptica que crea a medias mi cerebro compinchado con mi corazón. Lo que voy a contar lo he vivido y es real y puedo decir que, al menos, una vez encontré el amor verdadero y leal. Encontré el amor una noche caminando con mi amada a orillas del Ebro. Recuerdo que el día había estado nublado y que esa noche no esperaba ver más estrellas que las de sus ojos. La noche no era fría pero sí sus manos que entre las mías parecían dos pequeñas palomas de nieve que el sol no había conseguido derretir. Recuerdo que caminábamos por la acera que discurre enfrente de las orillas del río, camuflados entre la semioscuridad de los arcos de un porche y que yo tomé su pequeño cuerpo entre mis brazos y lo apoyé suavemente contra una columna. Miré en sus ojos, en sus labios rojos, incomparables y la besé con esa inseguridad con la que siempre la he besado. Ella respondió con esa dulzura que siempre hace de nuestros besos los mejores que he probado. Porque si nuestros besos eran incomparables siempre fue por ella y nunca por mi arte, siempre fue por amarte y nunca dejar de mirarte. En ese instante en que nuestras bocas se unieron y nuestros cuerpos se fundieron, en ese momento en que enredé mis dedos en la noche de su cabello, apareció de repente la gran luna llena resplandeciente, incomparable, temblando sobre las aguas del Ebro como yo en sus brazos. A partir de ese día, aunque no estuviera prevista, nuestros besos y nuestros momentos de mayor pasión fueron bañados por la luz de la luna. Algunos dirán que es casualidad y otros dirán que estoy loco por tener tanto asombro por un hecho aparentemente tan normal. Piensen lo que quieran, pues están en posesión de esa ventaja crítica de todo el que lee lo que no ha vivido. Pero quizás cambien de opinión cuando les hable de esta última noche. Esta noche ha venido precedida por un día en el que yo, en silencio, la he echado muchísimo de menos. Dicen que el llanto silencioso es el que más duele. A mi el llanto que más me duele es el de ella, pero hoy he sentido que me faltaba el aire y que la fría mano de la muerte estrangulaba mi corazón haciéndolo desaparecer por mi boca en un aliento fatal, en una bocanada que dejaba escapar toda mi vida. No sé aún cómo pero, a tientas por la oscuridad de mi soledad, llegué hasta la despiadada noche cruel. Esta noche ella descansa entre los brazos de ese hombre que le da todo lo que yo nunca tendré, esta noche no tenia que haber luna en el cielo, pero por casualidad elevé la vista y la encontré. Vi la luna, la vi desdibujada, difuminada como una gran mancha que amarillea de pena. La vi devorada por miles de lobos carroñeros disfrazados de nubes negras que la atravesaban, traspasaban, aniquilaban de lado a lado. Un ejército entero de muerte quebraba la luna y la aguijoneaba asesinándola en mitad del cielo. La luna moribunda lloró una estrella y dejó un reguero de sangre amarillenta mientras se iba borrando del firmamento como mis besos en su piel. Al punto en que las nubes negras reinaban el cielo y ya no hubo rastro del astro que siempre iluminó nuestro amor, un espíritu maligno me visitó y devoró mi corazón dejando intacto el resto. A partir de entonces nunca volví a ver la luna.
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5 comentarios:
Y sin embargo ten por seguro que esa luna que no ves, esta llena y es inmensa para algún enamorado.
Un abrazo
Hay cosas que en septiembre siguen siendo igual...
Nuestro momento de luna quizá está por llegar...
Un relato estupendo.
De todos los textos que te he leído hasta la fecha este es, sin duda alguna, el que más me ha gustado, transmite emoción a cada párrafo, consigue que una se apresure en la lectura para saber que vendrá después, magnífico y maravilloso relato…
Por cierto, sí, es cierto, tienes alma de poeta, hasta en prosa acaban saliéndote rimas…
Un beso
Por supuesto alma. El cielo se ve de distinta forma dependiendo del corazón con que lo mires. Ah, septiembre 39escalones...bonita aunque triste época. Hay momentos de luna que nunca llegan o no se repiten, Amaya. Muchas gracias Vivian y bienvenida una vez más. Esto no era lo mismo sin ti.
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