A la hora del vermut, el sol de mediodía discurría vivaracho por la plaza de la Catedral y el viento típico de la montaña apaciguaba los primeros calores de agosto de manera envidiable para cualquier animal de ciudad. En la terraza de las bodegas Langa, excelente vinoteca jaquesa, familias enteras bebían vino y reían sin parar mientras los niños correteban, de aquí para allá, sin poder acabarse nunca ese vasito de mosto que nunca pidieron. Yo los observaba, apurando un buchito de buena sidra casera. Esta era la felicidad irreal del verano que, en un próximo invierno, intentará su recuerdo, sin conseguirlo, llenar los bolsillos de unas vidas vacías. La realidad, sin embargo, aunque pareciera ajena no estaba muy lejana a ellos. Justo al lado de la robusta mole de piedra que es la entrada a la románica Catedral de San Pedro de Jaca, un tristísimo violonchelo dejaba escapar de su sarcófago las notas que un músico orondo, de pelo blanco y cara enrojecida por el vodka, hacía brotar a su gusto en boleros especialmente melancólicos rodando por aquel mediodía abrupto. Parecía invisible. La gente paseaba por delante. Algunos, incluso, tarareaban la melodía que ofrecía. Otros golpeaban con el pie y sin querer, el cestillo donde aquel músico sin patria dejaba caer las pocas monedas que había conseguido el día anterior. Yo conocía bien a este hombre. Quizá de cien retazos como este en que, a través de una ventana de bar, veía cómo la vida pasaba por delante de este violonchelista que se empeñaba en detenerla, encerrarla, en la caja de su instrumento. Una vez, lo recuerdo bien, compré unos de sus discos, grabados muy artesanalmente y entonces sus ojos se iluminaron como la nieve en las cumbres cercanas a esta ciudad. Pero hoy ya no hay nieve en las cumbres.
El mediodía llegó a su punto más álgido cuando un grupo folclórico de Puerto Rico, participante en el Festival de los Pirineos, irrumpió con sus cálidos ritmos y su coloridas vestimentas las inmediaciones de la Catedral. La muchedumbre dejó abandonada la terraza del Langa, se agolpó alrededor de los danzantes portorriqueñas, situándose justo delante del vilonchelista callejero que, con expresión seria, apagó el apartato que escupía los acordes de acompañamiento y siguió sentado, esta vez, invisible de verdad y con un instrumento enmudecido apoyado en su hombro. Como un huracán, el grupo de danza y música se marchó por la calle del Obispo arrastrando tras de sí a todo el gentío que, hacía solo unos momentos, tarareaba un bolero sin saber de dónde procedía. En la calle desierta, el violonchelista recogió sus bártulos, su atril y su altavoz. Después se perdió por una calle estrecha. Mientras seguía su marcha con la mirada me preguntaba si él, como yo, había reconocido en los cálidos ritmos de los portorriqueños una de sus viejas composiciones que, hacía mucho tiempo, le había otorgado cierta fama efímera.