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Una postal del legendario y desaparecido Gran Café Ambos Mundos de Zaragoza |
Cuando era un niño, en la Zaragoza de los años veinte, las largas horas de espera que en el salón de casa dedicaba a mi padre, parecían interminables. Después de trabajar siempre solía tomarse un par de copas con sus colegas en el elegante Café Ambos Mundos pero, en ocasiones, se alargaba tanto la sesión que perdía el último tranvía y debía volver a casa caminando. Recuerdo perfectamente que, antes de que apareciera por la puerta, podía adivinar cuándo llegaba por el ruido de las monedas en sus bolsillos. Fascinado por la idea, un día le pregunté por qué llevaba siempre tanta calderilla. Entonces, mi padre me miró muy serio y respondió solemnemente: ‘Hijo, la vida consiste en conseguir cada día más fortuna’.
Al día siguiente, por mi séptimo cumpleaños, me preguntó si ya había aprendido qué era lo más importante en la vida. Respondí exactamente las mismas palabras que él me había enseñado y entonces, exultante de alegría, me dio todo el dinero que llevaba encima. Aquello se convirtió pronto en una costumbre cotidiana, una especie de juego en el que, si yo adivinaba el número de monedas que portaba en los bolsillos, él me las regalaba. Mi padre estaba entusiasmado conmigo y con lo temprano que había aprendido lo que era importante en la vida y lo que significaba ahorrar, pues yo siempre almacenaba todo lo que recaudaba de sus bolsillos.
Pero al pasar los años vinieron tiempos más aciagos. Mi padre perdió el empleo y la costumbre de tomar un par de copas en el Ambos Mundos fue sustituida por el café amargo de los domingos, después de misa, en un bar llamado Verich, sin copa ni puro. La vida cada vez fue para nosotros más humilde al tiempo que disminuía el sonido de las monedas en los bolsillos de mi padre. Eran realmente tiempos grises donde hablábamos poco y comíamos menos. Al cumplir los once años, en una mañana fría de enero, mi madre abandonó el hogar y mi padre llegó de su nuevo trabajo más apresuradamente que de costumbre. A pesar de las penurias que vivíamos, él siempre había seguido jugando conmigo y si era capaz de adivinar cuántas monedas llevaba, me las seguía regalando. Pero aquella noche, con lágrimas en los ojos, mi padre sacó el forro de sus bolsillos y me dijo con voz temblorosa: ‘Lo siento, hijo. Ya sé que hoy es tu cumpleaños pero, como ves, mis bolsillos están vacíos’. En ese momento, como si recibiera un fogonazo, aprendí de súbito lo que verdaderamente era importante en la vida. Me acerqué a él, lo abracé y le dije: ‘Tus bolsillos pueden estar vacíos pero mi corazón está lleno con todo lo que siempre me has dado’.
Mi padre nunca entendió cómo un niño de once años le pudo enseñar, en ese instante, lo que significaba en realidad la vida y lo poco que importa, a veces, el dinero.
Relato publicado en Jazzmen